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Ernesto Diéguez Casal

Un amor torero

Actualizado: 13 jul 2023

Pedro Lemebel se queda, junto a tantos otros, apuntado en una nota de google keep. Durante meses, años. Hasta que, en una librería de Salamanca, me cruzó con la bella edición que Las Afueras han hecho de su obra más conocida, Tengo miedo torero.


Fotograma de Tengo miedo torero, película de 2020, de Rodrigo Sepúlveda


Con toda la intención del mundo, iba a sentarme aquí a escribir un poco sobre la premio nobel polaca Olga Tokarzcuk y su fantástico Los errantes, con vagas pinceladas sobre mi relación con este libro e Islandia (y lo haré, pero no esta vez).

Y, sin embargo, Chile.


Contexto: latitud 51 grados Sur, Torres del Paine, Camping Francés.

Mi compañera de aventura se ha quedado durmiendo en la tienda de campaña, tras una larga jornada de caminata por uno de los lugares más fabulosos del continente. Nos encontramos a 13000 km de casa. Incapaz de dormir más siesta, salgo de la tienda a un paisaje alpino, pleno de coníferas, lagos de un azul inclasificable. Llueve, apenas unos cincuenta metros más arriba nieva. Verano austral.


En el galpón donde se encuentran los baños del camping, ayudo a un chileno a explicarse con un senderista inglés desorientado y que no sabe en qué punto del camino está su hijo. Terminada la gestión, acompaño al chileno a un porche con tejado de chapa, donde él y sus compañeros me invitan a vino tibio. Hablamos, hablamos tanto rato que finalmente aparece mi compañera, extrañada por mi ausencia. A estas alturas, el vino nos ha achispado a todos, ya casi somos amigos. Los chilenos, que sufragan sus estudios trabajando como guardabosques en verano, hablan del Chile del siglo XXI, del que se esconde detrás del “más europeo” de los estados latinoamericanos. Toda postal contiene una sombra. Uno de ellos, cuyo nombre no recuerdo (si acaso nunca lo supe, porque no hubo presentaciones oficiales, sino un paso natural al intercambio), pero del que sí recuerdo que procedía de la isla de Chiloé, habla de la literatura chilena más allá de Bolaño, Parra o Neruda. Es él quien me habla de Pedro Lemebel, interruptor de este texto que parece que no acaba de arrancar.


Pedro Lemebel se queda, junto a tantos otros, apuntado en una nota de google keep. Durante meses, años.


Hasta que, en una librería de Salamanca, me cruzó con la bella edición que Las Afueras han hecho de su obra más conocida, Tengo miedo torero. Como si el librito me esperase, plantado en una estantería de recomendados, enviado metafísicamente por aquel guardabosques de pelo rizo y mirada brillante. Lo tomé entre las manos, recordé con nostalgia las Torres del Paine y mi viaje por Sudamérica, recordé el largo y poliédrico Chile, de gravilla y buses, volcanes y costa infinita. Qué duda cabe que me compré el libro, y que lo leí de un tirón.


Porque Tengo miedo torero es un libro que se lee rapidísimo, un librito poco aparente, pero todo un golpe literario, un soplo de ternura en mitad del inframundo de los marginales. Tengo miedo torero es lágrima, es terremoto, es rictus de tragedia griega en el sur del mundo, es visceralidad, es historia.


Tengo miedo torero, Pedro Lemebel, 2001


Ubicado en la grisura torturante de la dictadura de Pinochet (otro asesino que murió en su cama), la novela de Lemebel habla de un Chile subterráneo, habitado por supervivientes en barrios empobrecidos, un país sometido a la barbarie neocon, donde subyacen sucesivas conspiraciones para acabar con el dictador asesino, a veces paralelas, todas fracasadas, mamarrachas marginales, una esperanza prácticamente aniquilada, la polución y la basura. El amor, claro, también el amor. Pero detrás de esa montaña de desastres, el amor ¿cuánto puede?


Tengo miedo torero es una de esas obras trascendentes que hacen germinar la empatía, facilitan a volcarse en las páginas y sumergirse en una historia, resuene esta más o menos con el lector. En ese sentido, Lemebel es un autor de literatura destilada, contundente, también bella. Palabras heladas que se insertan en los huesos y provocan un temblor.


Resulta curioso que logré vivir Santiago de Chile con mayor intensidad a través de Tengo miedo torero que cuando mis pies transitaron sus calles, enredado en las intensas calles céntricas, apenas algún mercado de barrio, pero sobre todo en espacios acomodados, aburguesados, donde los piscosauer valían lo mismo que una copa en España, las callejas entre estanterías de la librería Lastarria, adolescentes bailando reguetón a la sombra de la cubierta del edificio Gabriela Mistral. No son los lugares, ni el tiempo, del que hablaba Lemebel. Su realidad era otra, la de vidas sin salida a la sombra de la mirada fría de piedra de la cordillera que vertebra el continente. Una vida helada con apenas algunos impulsos de calor.


Uno de ellos, precisamente, es el motor de Tengo miedo torero. Un guerrillero de izquierdas planea un atentado contra Pinochet y su esposa, y echa mano del protagonista, un homosexual travestido. La historia de amor y fricción entre ellos moviliza las emociones y parece caldear ese mundo gris de la dictadura. Quizá porque la luz de ese amor se enreda con la luz de esperanza de que ese atentado, ese sí, ese tiene que ser, ese, tendrá éxito. Que el asesino dictador acabará despedazado en una carretera cualquiera. De que regresará la libertad.


Y eso que la revolución de uno, el guerrillero, no era la misma que había de liberar a los de la condición del protagonista. No había comunistas maricones. Su función es la de muleta, de tonto enamorado útil. Momentos casi siempre agridulces, indudablemente bellos, que mueven la historia y la hacen avanzar a una resolución que me guardaré.

Y, sin embargo, Chile.


Porque este país siempre ha sido ingrato conmigo, se lamenta el protagonista. Como sentencia de un mundo que no va a poder ser suyo, un personaje trágico que, en algún momento de la novela (y también de la película), avanza entre los manifestantes de una protesta, los cuales no le ven, como tampoco le ven la legión de carabineros ataviados con sus trajes antidisturbios. Los que claman por recuperar un país que sienten suyo, los que intentan proteger un status quo terrorífico y sangriento. Ninguno de los dos era el país de los maricones.


Tengo miedo torero es una obra de calado, igual que la figura de Pedro Lemebel, que nunca abandonó su activismo y su lucha.


Tengo miedo, torero/ de que el borde de la tarde, /el temido grito flote,/ pero cuando torero/ jugueteas con la muerte/ yo me olvido de mi miedo.

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