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Ernesto Diéguez Casal

Realismo mágico a la islandesa

Existe una suerte de intersecto entre el realismo mágico y la literatura nórdica, que afecta a autores tan influyentes en el Boom como Rulfo o Borges. Sobre Luz de Verano, y después la noche.


El escritor Jón Kalman Stefánsson



Aunque parezca patrimonio latinoamericano (y lo sea, en muchos sentidos), existe una suerte de intersecto entre el realismo mágico y la literatura nórdica, que afecta a autores tan influyentes en el Boom como Rulfo o Borges (ahí queda la relación entre el Pedro Páramo del mexicano y las Tierras Altas del nobel islandés Halldór Laxnes en Gente independiente; o el poema A Islandia del argentino, por no hablar de las lágrimas que este derramó cuando puso un pie en la isla, ya ciego).


Sirva esta digresión como párrafo introductorio en la presentación de un autor islandés contemporáneo, Jón Kalman Steffánsson, y su novela Luz de verano, y después la noche, que publicó Salamandra este pasado mayo (aunque la novela date del 2oo5), un trabajo que destila un innegable realismo mágico en gran parte de sus páginas (empezando por su sugerente título). Desarrollada en un pequeño pueblo islandés en algún momento de los años 90, la novela nos presenta un fresco coral de personajes que ilustra la sociedad islandesa de la época, en muchos sentidos muy parecida a la actual (con la salvedad de no haber atravesado la crisis del 2007-8). Lo cual, así dicho, enviaría a la novela de cabeza a la narrativa de tipo costumbrista, casi hasta con un punto étnico, de no ser por la vibración que le da la pátina de realismo mágico, que como decía en la introducción, no es patrimonio exclusivo de Latinoamérica y brota también en otras muchas literaturas. A fin de cuentas, ¿no será que esta forma de narrar encaja con la manera en que nuestro cerebro percibe la realidad?


Luz de verano, y después la noche, es una obra de belleza humana, ganadora del Premio Nacional de Islandia, y funciona como metáfora de este mundo moderno (o posmoderno, o sobremoderno) empeñado en aniquilar la magia. El escenario donde tiene lugar se enfrenta a la transición hacia un mundo globalizado, digital: la mejora de las comunicaciones la acerca la capital, Reykjavík, la gran urbe, y de ese contacto, como sucede con los encuentros entre realidades distantes, nadie sale indemne o intocado. No es la única transición que evidencia Jón Kalman en la novela, puesto que también pone sobre la mesa el contraste (siempre apetecible en la literatura) entre la realidad cotidiana, monótona aunque no exenta de su belleza singular; y esa otra realidad que, mágica y huidiza, termina por impregnarlo todo. Especialmente en esas noches de invierno en las cuales, como se menciona en la novela, las horas de reclusión se vuelven eternas, afuera el clima impracticable, adentro los pobres humanos guarecidos, y la desconfianza de ver que el muro entre ambos mundos se abre y el otro lado se manifiesta.


Edición en español de Luz de verano, y después la noche, de editorial Salamandra.


Siguiendo una estructura coral que va saltando entre personajes, y a través de una voz con tono conversacional pero cargado de lirismo (marca de la casa), el autor nos sumerge en las calles desoladas de ese pueblo sin iglesia, en las casas azotadas por la ventisca, un lugar cualquiera de Islandia, abandonado en el fondo de un fiordo. Con voz de cuentista, la voz se aproxima al lector tratando de movilizarle y llevarle a su terreno, al escenario en sí, para así hacerle comprender cómo es ese pueblo, cómo son las gentes que lo habitan, sus humores y rumores. En esas calles y casas y granjas, se mueven personajes de indudable aspecto cotidiano, pero que tras su cáscara anodina, esconden ese otro lado imbuido de magia: el hombre de negocios que, de pronto, comienza a hablar en latín y se convierte en astrónomo; la misteriosa presencia que brota de la oscuridad en el economato del pueblo, alterando a sus empleados y sumiéndoles en esa ridiculez que uno siente cuando se enfrentan raciocinio y fantasía; la húmeda e irrefrenable pulsión sexual que deja a quienes la sufren en un estado de aturdido extrañamiento… los personajes de la obra, polos de los cuales emana una magia que escapa de la luz (porque ante la luz, los monstruos huyen), cubren el arco emocional de la experiencia humana, exacerbado por la noche y el invierno, y eso nos ayuda a entrar en ellos. Hay celos y terribles venganzas (¡fuego!), traiciones y rumores maliciosos, amor y alcohol y sexo, resentimientos y anhelos variados, sueños que jamás se cumplen.


La narración no huye de la tristeza (que habita, sin embargo, en muchas de las situaciones descritas), ni tampoco de la soledad que impone la falta de luz, imposible no caer en ellas, pero dribla lo deprimente porque parece que, a cada momento, acecha la esperanza: es la llegada de la primavera, que se intuye detrás del horizonte. Se trata de un motivo constante en la literatura islandesa: la luz (o su ausencia), y también está presente en la obra de Jón Kalman.


Quizá no haya tanta distancia entre la realidad mágica que el autor nos transmite en su novela y la nuestra. No en vano, quien escribe reconoce esa misma magia en lo que queda de las aldeas gallegas, habitadas por meigas, santas compañas y mouras, espacios donde realidad y naturaleza y magia viven imbricadas como los hilos de una tela. Sin duda, me ayuda el haber vivido en Islandia para acercarme a los personajes que plantea el autor (¡cuántas veces atravesé pueblos como el que presenta en la novela! ¡cuántas veces me pregunté cómo vivía la gente allí!), pero sus vidas no le resultarán ajenas a quien nunca haya puesto un pie en la isla, ya que se trata de vidas perfectamente normales, aburridas y casi banales, pero que, así y a todo, a veces chispean como desprendiéndose de una electricidad estática, y sacan a relucir la magia para convertirse, así, en una brillante luz en medio de la oscuridad

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