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         ISSN 2792-5110

HABLA DE ARTE®

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Alejandro López Clemente

¿Quién teme a Ned Ludd? El miedo al progreso

¿Quiénes se oponen realmente a las IA? Aquellos que señalan tan ligeramente sus inconveniencias deberían plantearse si hubieran estado dispuestos a defender los intereses de los copistas medievales frente a la fuerza destructora de la imprenta.


Retrato de Ned Ludd, líder de los luditas, 1812


Un golpe seco sacudió la noche en el rudimentario taller de medias de Anstey. Los estridores metálicos del martillo se fundieron con el crujir de los bastidores y redujeron los telares a un sombrío amasijo de hierro. Él era Ned Ludd, un joven de Leicestershire del que se cuenta que hacia 1779 había perdido su trabajo por culpa de un artilugio que era capaz de tejer más rápido y mejor que cualquier hombre. Las mejoras de la máquina de punto, que la mente calenturienta de William Lee había esbozado un par de siglos atrás, lo habían despojado de su forma de vida. Probablemente, Ned Ludd nunca existió, sino que su figura fue una máscara bajo la cual se refugiaron numerosos trabajadores de la región que, décadas después, utilizaron el sabotaje y la destrucción de máquinas como una forma de negociación colectiva ante los patronos. No en vano, en 1813, los disturbios luditas se habían extendido a otros lugares de Inglaterra, y, según comenta Eric J. Hobsbawm, el duque de Wellington tuvo que destinar unos catorce mil hombres para su sofoco, bastantes más que los que había empleado para luchar contra Napoleón en España y Portugal durante la guerra de Independencia (1808-1814).


Hay que destacar que el ludismo, en sentido amplio, no surgió con Ned Ludd. Ya en el siglo XIII, tenemos noticias de las protestas de algunos trabajadores franceses que se quejaron por la reducción de empleos que suponía la introducción de los molinos de agua para abatanar los paños. Tal y como señala Cipolla, el uso de los molinos de agua y viento, aunque ya conocidos durante la Antigüedad, se generalizó en la Baja Edad Media y supuso un importante cambio de paradigma en la formas en las que hasta el momento, el hombre había generado energía, que se habían derivado mayormente de los elementos vegetales y animales. A partir del siglo XV, la maquinaria inanimada de los artefactos hidráulicos y eólicos vino a poblar un mundo de autómatas que se diversificaría más tarde con el descubrimiento del vapor y la energía eléctrica.


En este artículo nos centraremos en los temores que se sustentan en los eventuales estragos laborales que podría causar la irrupción de la inteligencia artificial en ciertos sectores. A este respecto, conviene citar la «destrucción creativa» de Schumpeter, que entendemos como el proceso por el cual un sector económico sufre la destrucción de su modo de producción inducida por una mejora que permite elaborar un determinado producto de manera más eficiente. 


Los empresarios de dicho sector están obligados a integrar tal novedad en su negocio para poder adaptarse al mercado y ser competitivos, de modo que han de reconvertirse, destruyendo el modelo antiguo y creando otro nuevo. En otras palabras, la destrucción creativa es la innovación. Como bien señaló el austríaco, a corto plazo los efectos pueden ser perjudiciales para los trabajadores, puesto que la superioridad cualitativa o cuantitativa de la tecnología va sustituyendo el trabajo humano. Sin embargo, a largo plazo, el nuevo modelo productivo engendrará nuevas necesidades que se derivarán en la oferta de nuevos puestos de trabajo.


Convendría remontarse cuantos siglos se quiera hacia el pasado para advertir que este proceso de creación-destrucción no constituye ninguna novedad; como vemos, ni siquiera lo fue en los siglos XVII y XIX, donde comienzan las peripecias del ludismo moderno, sino que es intrínseco a la condición humana, a la manera en que se desarrolla la tecnología y a la consiguiente evolución de las relaciones laborales. Ahora bien, hay una manera relativamente sencilla de subsistir de espaldas al progreso que se constituye eliminando artificialmente la competencia que obligaría a un determinado sector económico a adaptarse para sobrevivir. 


En ello acabaron degenerando los gremios medievales, asociaciones de artesanos de un mismo oficio a los que el poderoso otorgaba el privilegio de la exclusividad en su desempeño, por el cual podían regular completamente los centros productores y, así, los precios, en beneficio propio, claro. Baste invocar aquí el ejemplo del mencionado William Lee, inventor de la máquina de tejer en 1589 que, cuando le presentó el ingenio a Isabel I de Inglaterra le fue denegada la patente y la posibilidad de ponerlo en funcionamiento, debido a la presión del gremio de tejedores, por lo que hubo de marcharse a Francia, donde abrió un taller en Ruan años más tarde. 


Llegados a este punto, hemos de reflexionar sobre las recientes «Inteligencias Artificiales» (Dall-E, Stable Difussion, Midjourney, ChatGPT) y su impacto en la sociedad actual. El sensacionalismo de los rótulos periodísticos a menudo empaña la percepción general de las mismas, que son vistas maniqueamente; bien desde una visión apocalíptica que augura el fin de los tiempos o desde un optimismo salvífico que redimirá a la humanidad. Hay que mencionar que los resultados de las IA son impresionantes, pero su cualidad artística debe ponerse en entredicho (que no su calidad), puesto que cada uno de estos programas no son más que sistemas que ejecutan un algoritmo basado en la probabilidad y que carecen de intencionalidad propia, si bien es cierto que están guiados por ciertos parámetros establecidos por la persona que los gobierna. De ahí que las IA no supongan la revolución de la que todos hablan: su supuesta inteligencia no es independiente o externa a la nuestra, sino que son herramientas creadas por y para el hombre, tanto como un martillo o una calculadora. 


Entonces, ¿quiénes se oponen realmente a las IA? Aquellos que señalan tan ligeramente sus inconveniencias deberían plantearse si hubieran estado dispuestos a defender los intereses de los copistas medievales frente a la fuerza destructora de la imprenta. El mecanismo de Gutenberg no solamente destruyó la forma de vida y trabajo de los monjes amanuenses, sino que también permitió abaratar los costes de fabricación de los libros que hasta ese momento solo habían podido permitirse los potentados. Este es uno de los múltiples ejemplos que podrían concitarse, aunque resulta especialmente lacerante en el argumentario de aquellos que creen que las máquinas, como las IA, solo benefician a los patronos o a los poderosos. La imprenta ayer, al igual que internet hoy, permiten que un contingente cada vez mayor de la población, tradicionalmente desposeído, pueda acceder al conocimiento y compita en condiciones más favorables con el mundo exterior. Lo mismo están haciendo ahora las IA de nueva generación, solo que parece que aún perdura la tradición gremial en el alma de algunos artistas que creían que el arte era patrimonio exclusivamente suyo.


Por último, dejo al lector que saque sus propias conclusiones. Suetonio, en su Vidas de los Doce Césares cuenta una anécdota del emperador Vespasiano (69 d.C.-79 d. C) al que mostraron el esbozo de una máquina que permitía ahorrar un gran esfuerzo humano para las labores de desplazamiento de unas columnas hacia el Capitolio. El emperador, aunque gratificó generosamente al inventor, prohibió su construcción y le dijo: 

Permite que el populacho pueda ganarse la vida.

Retrato de Ned Ludd, de Mary Evans

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