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Ernesto Diéguez Casal

El estado perfecto de los lectores

Igual que con la salud, los lectores también caemos en la trampa de imaginar un estado perfecto de lector. Un lector utópico que se propone retos, se plantea objetivos, que imagina puntos de inflexión en su existencia como lector.


Ramón Casas, Joven decadente, 1899

 

Hace muchos años, cayó en mis manos La enfermedad como camino, un ensayo que me ofreció una perspectiva absolutamente novedosa sobre la salud y nuestra percepción de la misma, resquebrajando otros puntos de vista más ortodoxos. Para alguien que veía (y a veces todavía ve) el estado perfecto de salud como un objetivo a alcanzar, “descubrir” que el susodicho estado no existe, y que la experiencia vital no deja de ser una concatenación fluctuante de sensaciones, algunas placenteras y otras no tanto, resultó chocante. Y ayudó a derruir la falsa dicotomía salud/enfermedad, apareciendo en cambio toda una escala de grises. El tipo de obra que te cambia.


Y diréis: qué tendrá que ver esto con la literatura.


Alcanzado el ecuador de 2024, servidor se sentó a contemplar las lecturas realizadas hasta el 30 de junio. Igual que con la salud, los lectores también caemos en la trampa de imaginar un estado perfecto de lector. Un lector utópico que se propone retos, se plantea objetivos, que imagina puntos de inflexión en su existencia como lector, y que llega a la mitad de un año con la estadística necesidad de, entornando los ojos, ver si alguno de esos objetivos (idealmente, todos) se ha cumplido. Como pasa con la salud, no existe ese estado ideal. No leemos tanto como queremos, no leemos necesariamente lo que nos proponemos, o lo que debemos, no pocas lecturas se nos escapan entre los dedos, otras muy ansiadas nos resultan decepcionantes. La vida del lector es un torbellino que nos atrapa y que en ocasiones nos aparta de la pausa que exige la lectura. Y está bien (no lo de la pausa, claro está) que las cosas no resulten exactamente como queremos. ¿Os imagináis un mundo donde los deseos fuesen profecías autocumplidas? ¿Donde desearlo es tenerlo? El horror. Un mundo en el que, aun con el sabor de las uvas de fin de año en la garganta, nos diríamos algo así como “Este año va a ser el año de En busca del tiempo perdido”. E, ipso facto, agarraríamos Por el camino de Swann (primer tomo) la mañana del primer día del año, y cuatro o cinco meses más tarde cerraríamos El tiempo recobrado (séptimo y último tomo). Dicho y hecho.


Pero tremendo abismo media entre acción e intención.


Esta forma abiertamente racionalista de la gestión de los deseos choca con una realidad aplastante: somos sacos de emociones. En el mundo real, esa tarde melancólica del 1 de enero (reconozcamos que no madrugaríamos), al abrir el libro de Proust, comenzaríamos a sumirnos en un sopor conocido, muy a pesar de nuestra intención pura de hincarle el diente a tamaña obra capital de literatura occidental. Al rato, quizá estuviéramos ya durmiendo; o, algo hastiados, terminaríamos cerrando el libro y poniéndonos una típica comedia intrascendente para pasar el rato. Porque las intenciones son, muchas veces, poco más que eso: intenciones.


La realidad lectora resulta más profunda, huye de lo racional para verse agitada por sentimientos y emociones, por puras casualidades, por impulsos irracionales. Quizá esa misma tarde, al cerrar el libro de Proust, tropezaríamos con el montoncito de pendientes y nos llamaría la atención otro libro, por ejemplo, alguno de Mariana Travacio. “Despertaríamos” tres horas más tarde, tras haber devorado el libro desde la primera a la última página, de forma absolutamente inesperada y con la sensación de haber vivido una auténtica aventura.


Qué duda cabe que tantas veces deseamos lo que no podemos conseguir, que otras tantas deseamos lo que no nos conviene, que hasta a veces conseguimos lo que no sabíamos que queríamos. No existe el estado perfecto del lector. Si acaso, existe un hilo de plata que nos conecta a lectores y autores, y ese hilo de plata son las obras. Quién sabe si no somos apenas un instrumento de estas para hacer realidad el contacto.


Como corolario a este artículo algo extraño, confesaré que hace ya unos cuantos años que intento descargarme de la presión racionalista sobre mis lecturas, y que permito que estas se vayan sucediendo de una forma más orgánica y fluida. Todavía me pesa el número de lecturas con las que acabo cada año, intrusión capitalista en mi espíritu (quisiera) anárquico: cantidad vs calidad. Procuro, la verdad, que el canon no se entrometa demasiado en mis asuntos lecturiles. Que unas lecturas lleven a otras, que otros lectores me lleven a autores inexplorados, procuro seguir el consejo de libreros anticapitalistas, y me dejo llevar por impulsos que, de tanto en cuanto, me llevan a agarrar un librito de Terry Pratchett. A que la lectura, en definitiva, siga siendo una experiencia visceral y disfrutable. Como si siguiera siendo un niño. Lo contrario a un mero acto de consumo o a un acto pretencioso orientado a sumar etiquetas en nuestra pechera de lectores.


Leer es otra cosa. Y no va precisamente de perfección.

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