Las formas de ver implican las de no ver. Cambiar el punto de mira e inventar nuevas formas de conocimiento es fundamental para revertir la crisis ecológica. Dentro de este arduo ejercicio, necesitamos recuperar el afecto como capacitador de cambio.
Fotografía de Inula
Podemos debatir sobre los términos con los que definir la situación de colapso en la que nos encontramos, pero es evidente que estamos inmersos en un alud de producciones culturales que reflexionan sobre el tema. Pese a la disparidad de acercamientos que puedan darse entre el campo de las ciencias y el de las humanidades, existe entre ellos una realidad común: la necesidad de conocer y de empatizar con el mundo del que formamos parte. Utilizar una única palabra, Naturaleza, para referirnos a la cantidad y diversidad de seres vivos que habitan el planeta es tan cómodo como elitista. Nosotros, humanos, y “lo demás”. Hay que acortar distancias, urge borrar la separación entre lo humano y lo no humano, la barrera de la alteridad y, como apunta Baptiste Morizot, sentirnos parte de “lo vivo”.
Cómo alcanzar este cambio de paradigma no es nada evidente, sin embargo, sí podemos decir que el afecto es uno de los ingredientes fundamentales y el arte un terreno fructífero para provocarlo. Frente a la gran cantidad de datos que nos proporciona la ciencia, y que en ocasiones quedan lejanos a nuestra cotidianeidad, el arte tiene la capacidad de codificar el conocimiento en formatos sensibles. Apela a nuestro yo conceptual y emotivo.
Aunar conocimiento y sensibilidad es algo que frecuentaban algunos naturalistas incluso en la Ilustración, momento en que termina por consolidarse el antropocentrismo. Alexander von Humboldt, calificado como uno de los últimos sabios universalistas, hizo hincapié en el concepto de la totalidad de la naturaleza. Se aferró firmemente al valor educativo de las imágenes de paisajes como catalizadoras de la comunicación intercultural. Las utilizaba para explicar las complejas relaciones universales en el discurso oral y escrito. Humbolt se situó entre la visión científica y el sentimiento artístico y embarcó a sus lectores en una experiencia sensorial que despertaba empatía por nuestro mundo, en el sentido más generoso de la palabra. Sus ilustraciones de geografías sensibles entretejían de manera transversal la multitud de relaciones humanas y no humanas que habitamos el planeta. Y, sí, de hablo en primera persona del plural como posicionamiento, porque nuestra manera de expresarnos explica nuestra manera de ver, o no ver.
Geografía de las plantas equinocciales. Cuadro físico de los Andes y países vecinos. Alexander von Humboldt, 1805.
¿Dónde han quedado esos ejercicios de miradas expandidas? Inmersos en una sociedad tecnológica, de inteligencia artificial, de capitalización de recursos naturales, es gratificante comprobar que el arte continúa ocupando un espacio desde donde despertar nuestra faceta sensible. Necesitamos crear nuevas representaciones, experiencias y afectos para actuar contra la crisis ecológica y superar la mirada romántica que tenemos sobre la “Naturaleza”.
Recientemente, en el Centre d'Arts Santa Mònica de Barcelona, asistí a una mesa redonda organizada por el grupo de investigación Tiempah en torno al arte y al co-habitar, en la que se expusieron creaciones artísticas materializadas en formatos diversos. Desde la tecnología de la obra Sintonitzacions, de Paula Vicente, a piezas de carácter más plástico como Los otros residentes, de P. Bruna, pasando por ensayos. Pese a la disparidad formal, todas las obras planteaban narrativas comunes y hacían hincapié en dos aspectos básicos, conocer para empatizar y dialogar con otros seres no humanos. Los diferentes discursos podían hilvanarse desde lo poético, desde allí buscaban sensibilizar al espectador. La afección era un valor subyacente en todas ellas.
Sintonitzacions, instalación interactiva. Paula Vicente, 2021 (vídeo).
Las obras tenían como protagonistas plantas e insectos cotidianos de nuestras latitudes, arañas, crasas, musgo, hormigas... En el proceso de creación, los artistas habían realizado un ejercicio de observación y un trabajo por establecer una comunicación con ellos. De forma lúdica e interactiva, el proyecto de la joven Paula Vicente traduce en sonido y luz la conductividad que tenemos todos los cuerpos. Como explica la artista, Sintonitzacions pone el foco en el intercambio de energías, de voltaje, que tiene lugar cuando los cuerpos se acercan. La respuesta de las planta cuando las tocamos queda visibilizada sonora y lumínicamente generando rápidamente curiosidad en nosotros. Comenzamos a preguntarnos qué pasa si cambiamos la manera de tocarlas, si la acariciamos o si simplemente rozamos sus hojas. La obra facilita el establecimiento de un diálogo que nos invita a acercarnos a la planta desde otro lugar.
Está claro que no hablamos de una revelación novedosa y que esta realidad contemporánea reflexiona desde formatos diversos y sobre una variedad de ecosistemas, más o menos antrópicos. Podemos referir una importante cantidad de obras de envergaduras diversas, desde grandes formatos a obras más austeras. Intervenciones como Time landscape, de Alan Sonfist, nos explica la importancia de plantar vegetación autóctona para conservar la identidad de una ciudad. Dejando de lado el cuestionable concepto de “autóctono” en el mundo global que habitamos, el planteamiento de Sonfist no es ni un parque ni un jardín, sino un concepto creativo para una forma de pensar más amplia. Transcurridas más de cinco décadas desde su creación, la intervención en el neoyorquino barrio de Greenwich Village, continúa viva.
Time landscape, Alan Sonfist. Boceto, 1965 y fotografía de la intervención. Autor desconocido, 1978.
Pero también podemos citar acciones “frescas” como el proyecto Sauvages de ma rue, de Sophie Leguil. La botánica y activista francesa, afincada en Londres, comenzó sus intervenciones a partir del aumento de vegetación en la ciudad como consecuencia de la prohibición del uso del glifosato en Francia. Sus propuestas, abiertas a la participación colectiva, se han propagado como semillas dando lugar a More than weeds. Si bien en este caso hablamos desde el mundo de la divulgación científica, Leguil busca un cambio en nuestra percepción de las plantas urbanas. Nos las presenta como seres vivos, en lugar de como molestos y entorpecedores habitantes del inerte hormigón.
More than weeds, Sophie Leguil.
No menos importantes son las obras que se acercan al valor de los ecosistemas vegetales a partir de otras obras. En Whispering weeds Mat Collishaw reinterpreta la célebre acuarela de A. Durero, Das grosse rasenstück (La gran mata de hierva). En lo que podríamos considerar un acto de apropiación, Collishaw reproduce la obra renacentista con una serie de gramíneas y especies comunes y registra su movimiento, generado por un pequeño ventilador fuera de plano. Los pocos minutos de duración de la pieza centran nuestra mirada en el movimiento de la vegetación, que parecen estar viva. El mensaje del artista es tan sencillo como directo, las plantas merecen tanta atención y reconocimiento como la obra a la que remiten.
Whispering weeds, Mat Collishaw, 2011.
Podríamos continuar con los trabajos de muchos otros artistas que nos incitan a cuestionar nuestra manera de estar en el entorno. Pero no nos interesa la enumeración de obras sino comenzar a considerar que el campo de desconocimiento que tenemos por delante puede transformase en un espacio potencialmente creativo del que fluyan preguntas que nutran la creación artística. Elucubrar y jugar son dos aspectos básicos para construir nuevas formas relacionales e integrarnos en “lo vivo”. Queda claro que ciencia y arte forman un tándem interesante para crear y compartir una nueva visión del mundo. Investigar y sensibilizar. Necesitamos conocer y comprender los lugares que ocupamos para que nuestras sociedades seamos empáticas con nuestro entorno y podamos construir futuros saludables.
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