No hay posible spoiler o destripe, porque los hechos eran ya antes de la serie de Netflix relativamente conocidos: entre el setenta y ocho y el noventa y uno Jeffrey Dahmer drogó, violó, asesinó y descuartizó a diecisiete varones, muchos de ellos racializados y a casi todos en la ciudad norteamericana de Milwaukee, en la que Dahmer había nacido en el año sesenta.
Carteles oficiales de la serie documental Dahmer, en Netflix
La miniserie de Netflix elige la vía del psicologismo: no era matar el objetivo de Dahmer, sino conseguir incondicionales zombis de amor, esclavos, pasividades, y para ello utilizaba taladro y solución de ácido clorhídrico. Las muertes fueron accidentes en esa búsqueda de incondicionalidad, o eso explicó Dahmer en las entrevistas que concedió después de su detención. Esta obsesión de Dahmer sirvió a Joyce Carol Oates para escribir su novela de 1995 Zombi (traducida al español para Debolsillo en 2003 -esta edición me recomendaba el otro día mi amigo Alberto Plaza- y retraducida ahora para La Biblioteca de Carfax). Oates tuvo la astucia de cambiar el nombre al asesino protagonista (Quentin en su libro), y así evitó las polémicas que no ha podido ni seguramente querido evitar la miniserie de Netflix: oportunismo, romantización del asesinato, falta de empatía.
Ciertas voces de la comunidad LGBT han mostrado su rechazo a la serie y han conseguido que la plataforma deje de vincularla a la etiqueta LGBT. Es probable que la serie sea oportunista, y además su valor estético es dudoso, la caracterización de Evan Peters es lamentable y la narración es sensiblera y previsible, pero no deja de ser inquietante cómo ciertas individualidades se erigen en representantes de colectivos amplios y heterogéneos y se arrogan el derecho a decidir qué contenidos son apropiados o representativos o siquiera permisibles. Recuerda esta polémica a la que en su día levantó el ciclo de George Miles (Contacto, Cacheo y Tentativa fueron editados por Anagrama a principios de siglo; Guía salió en Acuarela Libros con prólogo de Nacho Vegas; queda por traducir Period, el último libro del ciclo, que alguien se anime, por Dios) del californiano Dennis Cooper, de obsesiones parecidas a las de Dahmer, aunque nunca llevadas, eso sí, al plano de la realidad. A Cooper lo amenazaron de muerte y lo acusaron de homofobia internalizada. Tampoco Álvaro Pombo pudo librarse de ese tipo de acusaciones, después de novelas como Los delitos insignificantes, Contra natura o El temblor del héroe, a Juan Vicente Aliaga y a otros críticos del ramo les molestaron las muertes finales de algunos personajes que vivían su homosexualidad con culpa.
Sería deseable que pudieran convivir todos los tipos de ficción homosexual sin ataques personales a los creadores. Los relatos de homosexualidad trágica o sufriente y los de la feliz o aquietada o complacida. Las novelas de Genet no anulan el Maurice de Forster, ni Dahmer a Heartstopper. Todo el mundo tiene derecho a ejercer la crítica, faltaría más, no así a anular o invisibilizar realidades que nos parecen incómodas.
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