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Ernesto Diéguez Casal

Ante la muerte de nuestros maestros

La parca debiera servir como recordatorio de figuras capitales que se van, que sellan su obra literaria, y que a veces vamos olvidando dada su presencia monumental, casi paisajística, en el panorama de la literatura.

La escritora, Harper Lee


 

En el momento de escribir este artículo (en mi divagar mental corriente), me encuentro leyendo El libro de las ilusiones, de Paul Auster, fallecido hace poco más de un mes. Me compré el libro de segunda mano, por puro impulso, justo el mismo día que los medios informaron de la noticia. Hasta entonces, del autor estadounidense sólo había leído una parte de Trilogía de Nueva York, que me había dejado ni encantado ni desencantado. No es raro que ocurra con autores reconocidos y célebres. En literatura, no siempre celebridad equivale a calidad literaria. En todo caso, durante años, Auster formó parte de ese corpus de autores famosos que ni fu ni fa. Pero su muerte activó un resorte: ¿y si le había leído “mal”? Al fin y al cabo, como lectores atravesamos diversas fases, vamos sumando aprendizajes, capacidades, virajes entre géneros, etc. ¿Y si Auster y su trilogía de Nueva York habían caído en mis manos cuando no debía? El libro de las ilusiones, sin deslumbrarme, muestra un estilo y un ritmo bastante mejor que el que le recuerdo a su trilogía, me apetece dejar de escribir para seguir leyendo (cosa que, lamentablemente, me sucede cada vez más).


No habría “vuelto” a Auster de no ser por su muerte, lo cual no deja de ser triste pero frecuente. Me pasó lo mismo con Maryse Condé. La había leído en una bellísima edición de Impedimenta (La deseada), pero no me había “encantado” lo suficiente para reincidir. Siendo sincero, hay tanto por leer en el buffet libre de la literatura, que no repito un autor a menos que me diga algo que no haya escuchado antes. Al fallecer la guadalupeña, un mes antes que el propio Auster, me hice con una edición viejísima de Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (la edición era tan antigua que se llamaba simplemente La bruja de Salem). Esta obra me gustó bastante más, le descubrí una voz que antes había pasado desapercibida (¿y no será, también, que a veces tenemos mucha prisa y que determinadas obras requieren de una pausa de la que ya no disponemos?).


¿Aporta la muerte un aura nueva a la obra de un autor?


No cabe duda que la mortalidad, y no sólo para los escritores, acota toda una obra de una forma definitiva. Como un contra-refrán al Una vez muerto el perro, se acabó la rabia: cuando un escritor fallece, ya no producirá obras nuevas (a menos que seas Bolaño y los carroñeros se aprovechen hasta de tus post-its de la nevera). En 2023, leí la última obra de Cormac McCarthy antes de su muerte (El pasajero / Stella Maris). Del autor norteamericano, solamente me queda por leer una de sus novelas, y una vez pase ese Rubicón, ya no me quedará otra que revisitar sus novelas (el editor de mi primera novela, mantenía sin leer Suttree, porque no quería quedarse sin esa pulsión que genera la primera lectura de una obra). Igual que con Bolaño, cada libro que le leo me acerca más a ese momento. Siguiendo con lo morboso del artículo, servidor tiene en su biblioteca personal La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, a la espera de que el peruano pase a la eternidad. En este caso, me genera tal repulsa su personaje público que prefiero esperar a que ya no esté entre nosotros para enfrentar su prolífica obra sin que su imagen trascienda su obra. Con los autores de pocas obras o incluso obra única, esta estrategia sólo me daría para un disparo: Matar a un ruiseñor (Harper Lee), pendiente; El guardián entre el centeno (J. D. Sallinger), gastada (¡y qué gran decepción!); La conjura de los necios (Kennedy O’Toole), gastada; etc.

La muerte, además de aportar (o retirar) el aura de una obra, es jueza definitiva de cualquier escritor, volviéndolo inmortal (se me viene a la cabeza el Pedro Páramo, de Rulfo) o condenándolo al olvido (¿cuántos libros habremos escrito que sobrevivan al transcurso de nuestras vidas? Reflexión ante el escaso recorrido de las obras literarias hoy en día); la muerte, a veces, puede evitar descalabros inevitables (escritores muy longevos escribiendo obras notablemente mediocres); o facilitar obras maestras (Cormac McCarthy contaba casi con 75 años cuando escribió La carretera; Saramago, 86 cuando escribió Caín).


En todo caso, y como conclusión a este artículo que parece ir y venir en torno a la muerte, la parca debiera servir como recordatorio de figuras capitales que se van, que sellan su obra literaria, y que a veces vamos olvidando dada su presencia monumental, casi paisajística, en el panorama de la literatura; autores que viven vagamente ajenos a la vorágine de novedades en la que parece que se ha convertido el mundo editorial. Como una llamada de atención:


¿Qué tal si ahora nos leemos algo de Alice Munro, cadáver todavía caliente, antes de que se la coma el polvo de las bibliotecas?

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